martes, 27 de septiembre de 2011

Bompi y Magüita.

Perdonad mi extrema sensiblería, pero hoy estoy nostálgico. Me he puesto a recordar aquellos días felices y pasados: felices porque era un niño muy chiquitito prácticamente sin preocupaciones y pasados porque ya jamás volverán. Y al echar la vista atrás siempre reflexionamos (y filosofamos) un poco. Yo he llegado a la conclusión de que los muñecos con los que pasas tu más tierna infancia te dejan, de algún modo u otro, una huella imborrable en el subconsciente. Un rastro mágico, verdaderamente mágico (tanto que hasta incluso se puede ver el rastro de polvos mágicos que acarrea).

Especialmente tenía un muñeco de pequeño al que no dejaba ni a sol ni a sombra: se llamaba (y se sigue llamando, porque aún lo conservo) Bompi. Nadie sabe muy bien por qué decidí llamarlo así, aunque la teoría más aceptada por la multitud es que Bompi surgió de una mezcla entre el conejillo de Bambi, Tambor, de los saltos que hacían los conejos y de no sé qué con mi prima Paula... El caso es que así se llama y así se llamará por los siglos de los siglos. Resulta que Bompi era, en realidad, un sonajero; pero con apariencia de muñeco: mullidito, hecho de tela... Tenía las orejas de una forma característica, eran solamente trozos de tela doblados peculiarmente, no tenían el relleno que tenía el resto del cuerpo de Bompi. De pequeño no paraba de pasear sus suaves orejas por mi cara y, curiosamente, por la cutícula de mis uñas. Además, tenía otro ser inerte (inerte atendiendo a razones estrictamente científicas, porque a mí me transmiten una vitalidad tremenda) muy muy querido: Magüita. Ella era una almohada para las cervicales con una forma diferente y singular. El nombre supongo que venga del diminutivo "Almohadita", pero deformado por la forma de hablar de los bebés. Fíjate tú que Magüita también tenía sus cuatro esquinas solo de tela, porque el relleno de la almohada no cubría las puntas, reduciéndolas a trozos de tela sin almohadillar. Con Magüita también me afanaba pasándome sus esquinas por las cutículas de las uñas, esa manía extraña y, ¿por qué no?, mágica.

Pues bien, hoy en día hago un gesto muy similar con los cuellos del polo cuando lo llevo puesto. Froto las puntas de los cuellos con la cutícula de mis uñas y me relaja muchísimo... Las esquinas de los cuellos de los polos son parecidísimas a las orejas de Bompi y a las puntas de Magüita. Es la huella y la herencia que me han dejado, una huella que ya nadie puede borrar. Una extrañísima manía que, además, no comparto con absolutamente ningún miembro de mi familia. Un gesto de Magia que, gracias a ellos dos, mantendré, lo más seguro, hasta el resto de mis días.

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