No lo podía creer. Un pequeño desliz, un pequeño gesto de desaprobación, una pequeña mueca de indiferencia, un simple comentario inocente... había hecho que todo se fuera al traste. Años enteros de diversión y de armónicos momentos, de canciones infinitas y de recuerdos encerrados; imágenes que difícilmente se irían de su cabeza... no volverían jamás a repetirse.
Se dio cuenta entonces de que quizá exageraba. Nadie mostraba con él signos de cariño o signos de querencia. Aquellas personas que deseaba con todos los hálitos de su corazón que lo hicieran, derrochaban su amor con otros, desperdiciándolo. Un solo abrazo sincero, seguido de otras palabras sentidas igual de verosímiles, hubieran hecho de su corazón henchido en vendas, un auténtico jardín de revoloteos de golondrinas. Sus ojos y sus voces no salían de su cabeza, martilleándole constantemente en la zona que más le dolía. Una de las dos almas que lo atormentaban estaba bien, la otra se resistía a figurársele calmada. No había dado a entender continuidad en ningún momento, y él la necesitaba. Al menos en ese momento...
Cantó con cuidado los villancicos que, pensaba, podían tranquilizar su agitado corazón. Unos tras otros, los acordes salían torpes de sus cuerdas vocales, deslucidos por la afonía que en su interior más profundo causaba un revoltijo de sentimientos encontrados que jamás descifraría nadie. El azul y el verde eran los colores del dolor, de la certeza del futuro y la incertidumbre del presente. Finalizado el recital, cuando esos cascabeles de un trineo que conducía un bonachón barbudo vestido de rojo imaginarios desaparecieron de su cabeza, cuando se esfumó el abeto nevado de artificios iluminado y cuando el acebo en fruto se fue para siempre, solo entonces, decidió que ya había sido suficiente y, con la cobardía por bandera y tiñendo la nieve, decidió acabar con todo...
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